viernes, 24 de agosto de 2007

La novela quincenal

Bajo el signo del ocho rojo

No suele pasar que un hombre al llegar a las siete décadas, decida bautizarse como escritor, escritor de novelas, por lo demás. Es una decisión inusual en el mundo de las humanidades, las ciencias y el resto de los campos del saber humano. Sin embargo, en el crepúsculo de su vida o en el alba de los sueños, Gerardo Unzueta no se arredró ante tal desafío; por el contrario, se fijó una tarea nada mundana: con su personal estilo de narrar, domeñándolo libro tras libro, se trazó una meta más de su vida, por la que espero conquiste la perpetuidad literaria. Por lo demás, ya encontró su registro en la historia, el periodismo y la política militante y parlamentaria.
Conocí a don Gerardo hace unos tres años, cuando apenas había aparecido su novela de iniciación, La Grande y el Diablo (México, Galileo Ediciones, 2001), la cual me obsequió con una firma y su respectiva dedicatoria, mientras bebíamos sendas tazas de café en el Konditori de Insurgentes y Félix Cuevas.
Tuve la fortuna de conocerlo gracias a la siempre amigable intervención de Primitivo Rodríguez Oceguera, el migrantólogo mexicano, querido maestro mío, quien junto a otros miembros prominentes de la Coalición por los Derechos Políticos de los Mexicanos en el Extranjero, me habían invitado a participar en los trabajos germinales que prepararían el surco que cosechó la aprobación del voto de los mexicanos que viven lejos de la suave patria; derechos de acción y representación de los que hablaré más tarde brevemente, pues don Gerardo en su foro periodístico, además de las consejerías y las positivas acciones políticas de su partido, asumieron un papel protagónico en su aprobación legislativa.
Regreso al Konditori. Al momento de entregarme en mano extendida el ejemplar firmado, recuerdo por esos procesos de la memoria agradecida, que me pidió, un poco con esa ansiedad juvenil del escritor primerizo, que le hiciera llegar mis observaciones a su novel novela. Le contesté que sí, un poco obligado por la circunstancia, que sería un grato honor llevarle mis escolios a La Grande…, más atraído por las medallas que luce en el pectoral del combatiente político, que por la fascinación que podría ejercer uno de los cuadros de la más añeja izquierda.
Ahora que me lo encuentro, por las maledicencias del azar, en el plantel Tezonco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, luciendo no aquel pinino literario, sino el primer panel de una tarea que se antoja tremenda por abrumadora: novelar en cuatro volúmenes los momentos decisorios de la izquierda mexicana: las décadas sangrientas, fatales, altamente represivas y de victorias pírricas para el estado ejecutor.
Un cuarteto cuyo panel inicial, La Julia y sus dos ataúdes (México, Galileo Ediciones, 2004), arranca con el registro de las batallas sindicales de los camineros, sus victorias y derrotas, idiosincrasia, hábitos gastronómicos y etílicos, fiestas patronales y santoral revolucionario; el segundo, especulo, yo lector, con las fechas que enumeran la solapa izquierda del libro, abordará el movimiento ferrocarrilero de 1958; el tercero, sigo con las especulaciones, estará dedicado a esa cuenta de los años con que se cifra la ignominia y la infamia, 1968, anualidad que, ya desde su enunciación, nos convida de la trama. 1968, año de la desesperanza de una generación, tercer libro donde el autor recogerá sus experiencias vívidas por vividas en la cárcel, la lógica de su militancia, así como la memoranda del movimiento y la predeterminación política de su partido, el ya desaparecido Partido Comunista Mexicano. El siguiente, continúo especulando con las tramas y los argumentos, narraría el primer triunfo electoral de la izquierda mexicana en una elección presidencial, victoria convertida en derrota por las realidades de la ingeniería electrónica y el poder absolutista del priato. 1988, año de Cárdenas.
Dichos episodios nacionales han sido tocados por la pluma, imaginación y novelería de otros escritores que comparten la misma filiación política de Gerardo, aunque sólo mencionaré a unos cuantos, entre ellos a José Revueltas, que en más de una novela los barruntó, pero exigen su lugar las novelas políticas El apando y Los errores; Juan de la Cabada y Gerardo de la Torre, por sus remembranzas del movimiento ferrocarrilero y simpatía por los desposeídos, además de ciertas prosas de René Avilés Fabila. Cabe agregar en este mínimo recuento de temas y autores, algunos pasajes en las memorias de Valentín Campa. Sin embargo, la década inédita en la narrativa mexicana, hasta ahora y según entiendo, es la relativa al año de 1988, pues sigue siendo una cantera virgen. Todavía no nace la novela del 88.
El desafío, entonces, consiste en novelar cuatro décadas de historia y política. De ese tamaño es la empresa que se ha propuesto Gerardo. Cuarteto que, por cierto, exige gritando un nombre, que hoy —para mí y sólo para mí— llamaré como Cuarteto del Ocho Rojo; empero, no quiero que me acusen más tarde de usurpar las funciones del autor, ya que es tarea del tamaulipeco bautizarlo.
Explico el por qué del nombre. Lo bautizo así por el dígito final de las dataciones, el infinito fatal que representan y porque el color simboliza las batallas en el desierto de la izquierda mexicana, que alegraron buena parte del grandioso siglo veinte. Batallas en las que participó, ya lo dije arriba, Gerardo. Al compendiar el florilegio de esos días, él se convertirá en una de las referencias obligadas en la reconstrucción histórica de las referidas décadas.
Antes de comentar el primer movimiento narrativo, quisiera bocetarles una semblanza de Gerardo Unzueta, nacido en Tampico (Tamaulipas) en 1925, quien además de militante comunista, asesor legislativo, editorialista, diputado, editor y ensayista político, abogó en su columna y actuó en consecuencia, para que se hiciera realidad política lo que el precepto constitucional obliga: que los ciudadanos de la diáspora mexicana puedan sufragar y ser electos en los procesos electorales de la nación. Derecho convertido en una realidad hace dos semanas, al aprobar mayoritariamente la Cámara de Diputados el voto postal de los mexicanos que, huyendo de la miseria, encontraron en Estados Unidos el pan, la sal y el vestido con que alimentar y arropar a su progenie.
Gerardo, su partido —el PRD— y la facción militante que encabeza su hijo en Chicago, al lado de los grupos, coaliciones, federaciones y asociaciones tuvieron la visión, la voluntad de triunfo y la tenacidad política para lograr una rotunda victoria, por la que se reconoce el papel de los migrantes en el fortalecimiento de la democracia mexicana.
Hasta aquí la semblanza. Ahora vuelvo al cuarteto. A su volumen de apertura.
La Julia y sus dos ataúdes compendia las tribulaciones de los camineros que construyeron la carretera transístmica que une el golfo de México con el océano Pacífico, trazada en la misma ruta geográfica que el imperio quiso construir en tierra nativa lo que más tarde sería, en otro tiempo y espacio, el canal de Panamá. Ellos levantaron la carretera que comunica esos cuerpos de agua que arrullan las costas de Puerto México (Veracruz) y Salina Cruz (Oaxaca).
En ese relato, los camineros son agentes del progreso en sus diversas variantes: económico, social, político y cultural. Se trata de esos hombres sin historia que sólo a través de la literatura encuentran su lugar en la épica sordina de los acontecimientos indocumentados.
El fino oído de Gerardo reconstruye el habla popular de los camineros, que es vivaz, folclórica, mordaz, juguetona y pícara; un habla de camaradas, de gentes de trabajo, materia prima de la reconstrucción histórica de La Julia…
Los camineros tienen la misma proyección y perfil de los personajes literarios de Marcel Schwob: humildes, abnegados en su lucha, silvestres, coloquiales en sus identidades, sólo escuchen sus nombres: Chayo, Chicles, David, la Julia, Diablo, etc… Hasta incluso la Grande, protagonista de la primera novela y, por extensión, el Diablo, el otro personaje que vitaliza el relato. Todos ellos están animados por la voluntad de saber, el afán de justicia y la poética de la liberación que despierta los anhelos del oprimido.
Es justamente ahí, en el afán de redención, donde se encuentra el socavón más desafiante, pues el autor en ciertos pasajes explicativos pierde el impulso narrativo, tropieza con ellos y, al erguirse para continuar con el relato, nada más hilvana con la hebra del editorialista, interpela a sus adversarios políticos o explica pasajes de la historia mundial con la inteligencia del analista político que documenta realidades sociales; o bien, en otro momento, disecciona una problemática social para informar, educar y consensar con el público cautivo que lo sigue en sus páginas sabatinas de El Universal. La ficción narrativa no comulga con el análisis político, aun tratándose de una novela histórica, como se pretende la de marras.
De igual modo, La Grande y el Diablo comparte el mismo pecado de origen: el analista político se desboca por la trama, relegando al memorialista, usurpando las funciones del narrador en tercera persona que debe cumplir con su cometido intrínseco: recrear el sustrato autobiográfico con que ha sido amasada esta novela de iniciación literaria. Pecadillo por el que se transita alegremente, pues uno de sus polos de atracción radica en los sujetos reales —la abuela de Gerardo y él mismo— que prestan su personalidad, hechos de vida y modos de habla a los protagonistas de esta ficción.
Concluyo mencionando dos hallazgos de las novelas: la recreación del habla popular con que han sido amasadas las dos novelas, lo que las dota de amenidad, gracia y humorismo, así como el registro de vida de los militantes, pero sobre todo, los códigos deontológicos con que regían sus combates políticos e ideológicos, costumbres, organización sindical y métodos de autodefensa.
Don Gerardo, ahora le entrego de viva voz mi escolio a los tomos de avanzada que darán forma a ese cuarteto de los episodios nacionales, cuya cifra es la marca incandescente del ocho rojo, aunque éste no se convierte en un infinito fatal.
Camarada Unzueta, espero haber cumplido mi promesa, saldado mi deuda y refrendado la palabra empeñada.
Enhorabuena.

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